Tragaperras

Salgo del baño con el pestazo a amoniaco metido en la nariz. No entiendo por qué lo limpian media hora antes de cerrar si seguimos entrando a mear. Acierto a apagar la luz mientras repaso el móvil. De fondo escucho una voz inconfundible, reventada por el tabaco, que va escupiendo su guión detrás de la barra con todos los que hacemos cola para pagar: «¿Qué, cómo te ha ido?», pregunta sin demasiado interés en realidad, por pura cortesía con quienes van a dejarse las pelas a su bar. «He perdido quinientas», responde el parroquiano apoyando su cartera en el mostrador con un tono aséptico que tufa la escena de una ludopatía habitual, mientras se saca un billete de 20 y paga las cervezas o lo que se haya tomado esta noche, y se va.

«Cóbrame tres, con tarjeta». Aceptada: me puedo marchar, aunque hay algo en mí que no me deja la mente en paz. «Qué coño ha hecho, ¿perder 500 putos euros en las putas tragaperras?», pienso, recibiendo con retardo el impacto de la escena anterior. «No sé tío, no me cuadra, pero estoy bastante seguro que ha dicho quinientas. Ojalá comentarlo con alguno de éstos en la puerta del bar, pero me he quedado el último en pagar y ya se han pirado el resto de los que quedamos allí todos los jueves.

Está lloviendo. Me enciendo el pitillo que me han dejado liao de camino a casa. (Fumo poco y compro menos. Me ha tenido que dejar mechero el dueño del bar). Las farolas no alumbran nada en la acera. Veo a lo lejos, no más de 50 metros, un hombre andando con paraguas y el chaquetón oscuro. Es él. Vamos por el mismo camino, pero no sé donde vive. Es raro, llevamos dos años coincidiendo semanalmente en el mismo bar y no recuerdo haberlo visto llegar, ni irse por ningún lado. Apenas hemos hablado una vez: fue de la sequía, hace poco, un día que llovía a cántaros y yo estaba también solo, como él, viendo el Betis en el móvil jugando un partido de la UEFA.

Lo sigo por la acera contraria, como en las películas, y no paro de pensar: de qué trabajará (tiene pinta de funcionario, como gran parte de los que viven en este barrio, pero de los del Estado, que cobran menos); creo que está casado, ¿tendrá hijos?; y ¿dónde cojones vive? Lo que sí tengo claro es que es ludópata. «Ludópata de libro», como dirían en Los Hombres de Paco. Ya lo he visto otras veces incrustado en la máquina junto a la puerta enchufándole monedas una tras otra. ¿Lo sabrá su mujer?

De repente cruza el paso de peatones en diagonal al tiempo que va cerrando el paraguas. Se acerca al bloque donde vive mi colega. (¡No jodas! ¿Ahí vive?) Sigo de frente mientras lo veo desaparecer entrando en el portal y a mi colega comiéndose la boca con su novia fuera del coche, en modo despedida.

Me faltan los cascos para el resto del camino a casa. Amago con ponerme el Partidazo de la Cope en voz alta. Me arrepiento. Vuelvo a desbloquear el móvil. Mañana tengo que dejar listo el reportaje del periódico antes de irme a Sevilla después de comer. Suputamadre. Ya es casualidad: el reportaje es sobre el Día Mundial Sin Juegos de Azar (29 de octubre).

Me apetecería ponerme una canción en Spotify con la lluvia (Freaks, de Surf Curse), pero no tengo cascos. Me recreo en las coincidencias del hombre del bar que perseguía y el reportaje que tengo que escribir. Llevo tiempo sin escribir en el blog. Me siento inspirado con cinco cervezas en lo alto, quiero escribir sin formalismos, equivocarme, que nadie me corrija el titular por algo SEO, extrapolar el desorden de mi borrachera en este folio, publicarlo, compartirlo en Twitter y luego borrarlo, cuando la inspiración que siento ahora deje paso al ridículo que sentiré cuando lo lea mañana: el mismo que debe sentir ese hombre marchándose a su casa después de perder quinientas en las tragaperras.

«La ludopatía está oculta en la sociedad porque es legal, como el alcohol», me ha advertido esta misma tarde un señor.

Publicado por latigogallardo

Hugadas maestras.

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